Desde mediados de octubre de 2019, Chile ha experimentado una serie de movilizaciones y protestas sociales de gran escala. En el contexto de este estallido social han confluido en el espacio público un conjunto heterogéneo de organizaciones sociales e individuos de a pie, motivados por distintas demandas sectoriales, pero que al parecer comparten, transversalmente, un cuestionamiento a las desigualdades sociales y un rechazo a los abusos de poder.
El estallido social también hizo evidente que Chile atraviesa una profunda crisis de legitimidad política. Según información del diario La Tercera, durante el último mes se movilizaron 4.317.076 chilenos. Para poner esta cifra en contexto, es necesario considerar que en las últimas elecciones presidenciales de 2017, 3.796.579 chilenos le dieron su voto a Sebastián Piñera. El candidato de centro-izquierda Alejandro Guillier, el segundo más votado, recibió 3 159 902 votos. Estas cifras sugieren que la crisis de legitimidad es significativa y que afecta no solo al oficialismo, sino también a la oposición.
Durante el primer mes desde que se produjo este estallido social, los intentos del Gobierno por enfrentar la crisis fueron infructuosos y, a todas luces, inadecuados. En un inicio, el presidente Sebastián Piñera centró sus esfuerzos en condenar a los ‘violentistas’, indicó que el país se encontraba en guerra, y apeló al toque de queda y al estado de emergencia para reestablecer el orden.
Posteriormente, Piñera se disculpó por su falta de visión y anunció una serie de medidas, de carácter fundamentalmente compensatorio, para mejorar la situación de los más vulnerables. Probablemente porque estas iniciativas no empujaban los límites ‘del modelo’ y fueron consideradas como insuficientes, las movilizaciones y protestas no cesaron y la popularidad del presidente continuó cayendo con cada medición.
Ostensiblemente desbordado por este contexto, el 10 de noviembre el Gobierno anunció su disposición a promover una reforma constitucional a través de un Congreso constituyente, con amplia participación ciudadana. La carta magna emanada de dicha instancia debía ser posteriormente ratificada a través de un plebiscito. Lejos de alcanzar la tan ansiada pacificación social, el anuncio pareció encender aún más los ánimos.
En un contexto en el que las instituciones y actores políticos enfrentan una profunda crisis de legitimidad y confianza, promover una reforma constitucional a través del Congreso no pareció ser la alternativa más sensata.
La escalada de protestas como respuesta al anuncio presidencial sorprendió a la Moneda por su virulencia. El Gobierno enfrentó una disyuntiva: o recrudecer la represión o ceder. En el marco de denuncias por violaciones a los derechos humanos, aumentar la represión resultaba políticamente inconveniente y normativamente difícil de defender. Esto llevó a que distintos actores políticos progresivamente manifestaran su disposición a considerar mecanismos alternativos de cambio constitucional.
Finalmente, luego de una maratónica jornada de negociaciones en el Congreso, el 15 de noviembre a la madrugada, salió humo blanco y los principales líderes del oficialismo y la oposición alcanzaron un consenso.
El llamado Acuerdo por la Paz Social prevé un plebiscito vinculante, a través del cual la ciudadanía decidirá, por un lado, si quiere o no una nueva constitución y, por el otro, si desea que esta emane de una convención constituyente integrada por ciudadanos escogidos por elección directa o por una convención mixta integrada por partes iguales por parlamentarios en ejercicio y ciudadanos electos para ese propósito.
Para que una medida sea incluida en la nueva constitución, debe contar con el apoyo de dos terceras partes de la convención constituyente. Cabe destacar que se trata de una nueva constitución y no de una reforma constitucional, pues la redacción del texto fundamental se inicia sin ningún artículo escrito previamente.
Es indudable que la salida de esta crisis es de naturaleza política. Pero en un escenario de tan baja legitimidad, el temor de muchos sectores movilizados (que pareciera ser fundado) es que los partidos terminen controlando las candidaturas para integrar la eventual convención constitucional. También están quienes temen (equivocadamente, en mi opinión) que el quorum termine permitiendo a una minoría imponer su voluntad.
El Acuerdo por la Paz Social es un avance significativo en la dirección correcta. No obstante, en este complejo escenario, es necesario hacer todo lo posible para disipar las aprensiones de quienes temen que el proceso termine beneficiando a los más poderosos.
Para que el desenlace de esta crisis sea exitoso se hace imprescindible explicarle a la ciudadanía que el establecimiento de un quorum de dos tercios promoverá la adopción de amplios consensos. Se requiere, además, adoptar estrategias explícitas que propicien la deliberación y que cuenten con la participación de actores extrapolíticos que le aporten mayor legitimidad al proceso.
Ya hay varias organizaciones y actores de diversos tipos y orientaciones que se han puesto a disposición del Gobierno y la oposición para apoyar constructivamente en lo que se viene. Una resolución exitosa de este estallido social requiere que el Gobierno y los partidos estén genuinamente dispuestos a invitar a más jugadores a la cancha.
Fuente: El Universo
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