Los humanos ya mataban a hombres, mujeres y niños de forma generalizada e indiscriminada hace 13.400 años. Es una de las conclusiones de un estudio que ha aplicado las modernas técnicas forenses a los restos de un enterramiento de finales del Paleolítico. La mayoría de las heridas fueron provocadas por armas arrojadizas, lo que apunta más a ataques de otros grupos que a violencia dentro de la comunidad. Los autores del estudio señalan también que los allí enterrados no murieron en un único enfrentamiento, sino en sucesivos ataques.
Durante la construcción de la presa de Asuán para gobernar las crecidas del Nilo (Egipto), en los años sesenta del siglo XX, se descubrió un cementerio con restos de 61 personas en Jebel Sahaba, en el norte de Sudán. Conocido como cementerio 117, sus restos fueron llevados al Reino Unido antes de que el agua del embalse los ahogara. Muchos mostraban marcas de violencia. Hay pruebas de violencia colectiva contra otros grupos también en Asia, Europa y en la misma África, pero ninguna tan antigua como esta. Los arqueólogos de entonces consideraron que este enterramiento era el primer gran testigo de guerra entre humanos modernos.
Ahora, investigadores del Museo Británico (donde se conservan los restos del cementerio 117) y las universidades francesas de Burdeos y Toulouse han vuelto a revisar los cráneos y centenares de huesos buscando cualquier señal de violencia. Y han encontrado muchas más de las que se conocían antes. Los resultados de su trabajo forense, publicados en la revista científica Scientific Reports, muestran que la mayoría, el 67% de los inhumados tenían heridas de origen violento. Eso supone doblar el número de restos con heridas detectados en los estudios de los años sesenta. Además, han encontrado un centenar de lesiones no observadas con las técnicas de entonces. En muchas, incluso, aún hay esquirlas de las puntas de piedra incrustadas en el hueso.
La principal autora del estudio es Isabelle Crevecoeur, paleoantropóloga de la Universidad de Burdeos y el CNRS galo (equivalente al CSIC español) y confirma el elevado porcentaje de personas con lesiones: “Es el 73,7% de las mujeres y el 75% de los hombres. Lo que en esencia muestra que mujeres y hombres fueron atacados indistintamente”. Y el porcentaje podrían ser aún mayor, ya que no todas las heridas mortales llegan hasta el hueso o han atravesado el cráneo.
Este refinado análisis da pistas clave de cómo era esa violencia contra unos y otras. “Cuando se compara la ubicación de las marcas de proyectiles y su frecuencia, la única diferencia tiene que ver con las fracturas. En las mujeres, la mayoría de las cicatrizadas están relacionadas con lesiones defensivas mientras que en los hombres las fracturas se dan en los huesos de la mano”, detalla Crevecoeur. Y explica las distintas heridas: “Este es el tipo de lesión que tienes en combate cuerpo a cuerpo y las diferencias pueden reflejar una reacción instintiva en esta situación, cuando los hombres serían más propensos a enfrentarse al atacante mientras que las mujeres podrían estar protegiéndose”.
También la mitad de los menores del cementerio 117 tienen la marca de la violencia en sus huesos. Aunque en algunos casos las lesiones óseas podrían deberse a golpes accidentales, en la mayoría se trata de heridas provocadas por algún arma. “Los traumatismos se presentan principalmente en niños pequeños (probablemente menos dispuestos a defenderse), y las marcas de proyectiles se registran mayoritariamente en el cráneo (donde penetrarían más fácilmente que en los de los adultos debido al grosor de los huesos craneales)”, explica la científica francesa.
Este análisis forense del pasado muestra además que la mitad de las lesiones fueron provocadas por armas arrojadizas, como flechas y lanzas. Esto refuerza la idea de la agresión indiscriminada desde el exterior. Desde hace años, varios arqueólogos han mantenido que el ataque en Jebel Sahaba fue un único evento. Sin embargo, Crevecoeur y sus colegas de investigación sostienen que hay suficientes pruebas de que aquella comunidad de finales del Paleolítico sufría emboscadas e incursiones periódicas. Una de ellas es que muchos de los enterrados presentan lesiones ya cicatrizadas junto a otras que no. Es decir, ya habían sufrido ataques antes de la última lesión perimortem, la que acabaría con su vida.
Además de las heridas cicatrizadas, Crevecoeur da otros dos argumentos en favor de su tesis. Por un lado, varios de los enterramientos individuales fueron reabiertos para enterrar a otra persona años después. Tampoco les encaja el conjunto del cementerio 117. “Cuando tienes un enterramiento relacionado con un único evento (una masacre, una epidemia...) la parte de la población que muere no es la normal que encontrarías en cualquier otro cementerio”, dice, en referencia a las capas de la sociedad que tienden a morir más en las guerras, como los jóvenes mayores y los adultos. “Observamos el perfil demográfico del cementerio y no concuerda con el de un enterramiento de un único evento, de una crisis de mortalidad. El perfil de Jebel Sahaba es el de un camposanto normal”.
¿Por qué mataban a los miembros de esta comunidad de recolectores y cazadores del valle del Nilo? El responsable de la colección de restos de Jebel Sahaba en el Museo Británico Daniel Antoine apuesta al cambio climático que se produjo coincidiendo en parte con el paso del Pleistoceno al Holoceno, el periodo actual. En una nota del museo asegura que “la competición por los recursos debido a un cambio en el clima fue con gran probabilidad la causa de estos conflictos recurrentes”.
José Manuel Maíllo, prehistoriador de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, ha investigado otros enterramientos prehistóricos de origen violento como el de Nataruk, en Kenia. Para él, la causalidad climática de la violencia vista en el cementerio 117 no está fundamentada. “Ellos dan la explicación, un tanto manida, de que es por el clima que limita la obtención de recursos”, dice. En opinión de Maíllo, deberían explorar las claves que pudieran llevar a “un conflicto entre grupos de cazadores-recolectores sedentarios o semi-sedentarios en un momento de inestabilidad climática”.
La otra gran objeción que hace a un estudio que considera interesante es sobre si el cementerio es el de una guerra o se fue llenando con sucesivos ataques. “Para demostrar que es una acción dilatada en el tiempo es necesario datar una muestra significativa de los restos humanos o las tumbas. Las dataciones radiométricas realizadas hasta el momento en la necrópolis de Jebel Sahaba son insuficientes para respaldar esta hipótesis”, sostiene Maíllo. De hecho, la datación por radiocarbono no permite determinar la fecha exacta de la muerte de cada uno de los enterrados en el cementerio 117.
Como recuerda Maíllo, “la mayoría de las evidencias empíricas sobre violencia intergrupal las tenemos desde el final del Pleistoceno e inicios del Holoceno”. Jebel Sahaba o Nataruk son ejemplos de este tipo de violencia entre grupos de cazadores-recolectores. La clave podría estar en que las dos comunidades ya no eran nómadas y tenían acceso estable a recursos: “Ambos grupos [eran] de carácter semisedentario o sedentario y posiblemente con territorios más delimitados que los grupos precedentes”.
El arqueólogo de la Institución Milá y Fontanals-CSIC Juan José Ibáñez, apunta a esa vinculación con el entorno. “Jebel Sahaba es un cementerio, el lugar de inhumación de una comunidad. La existencia de cementerios en el final del Pleistoceno e inicios del Holoceno es un fenómeno conocido en Europa, Próximo Oriente o África en comunidades que aún eran cazadoras-recolectoras. Ello se ha relacionado con un nuevo fenómeno de una vinculación más estrecha de los grupos humanos con el territorio”, dice. Para Ibáñez, que ha estudiado la violencia en el oeste de Asia, “quizá este sentimiento de pertenencia a un territorio pudo fomentar el conflicto intergrupal, como el que vemos Jebel Sahaba”.
Pero el arqueólogo también mantiene que “no debió ser la única causa de la violencia detectada, pues en cementerios coetáneos de Próximo Oriente no se detecta tal agresividad”. El cambio climático o la superpoblación podrían ser otros de los factores, pero, como concluye Ibáñez, “el contraste entre los pacíficos cementerios de Próximo Oriente y el caso de Jabel Sahaba sugiere que tal grado de conflicto no era inevitable”.
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