La venezolana Mary Salcedo y el belga Jelle Ooms construyeron una casa. Foto: EL COMERCIO
Bolívar Velasco
Moya Foley se había enfermado de leishmaniasis en 1987.
En su pie derecho tenía un orificio que le provocaba dolores y la imposibilitaba caminar por Canoa, un poblado del norte de Manabí.
Los habitantes, que ya la conocían desde hace un buen tiempo, tras su llegada en los 80, se enteraron con los días que la enfermedad la tenía atada a una cama y no había nadie que le pudiera atender.
Entonces hicieron una colecta y con los recursos consiguieron trasladarla a Quito, para que la viera un especialista y le diera medicina que en esos años no había en el sitio.
Este capítulo en la vida de la canadiense, de 69 años, es una de las experiencias que difunde a sus compatriotas, a quienes les habla de la hospitalidad y buenas condiciones para la convivencia con los habitantes del balneario de Canoa. Esta parroquia pertenece al cantón San Vicente.
Gracias a este buen trato y a las facilidades que presta la zona para la compra de propiedades, en los últimos ocho años se han instalado 250 extranjeros de Canadá, Estados Unidos, Holanda y Noruega. En total, viven alrededor de 500 en Canoa, según estimaciones de la Junta Parroquial.
Entre ellos están los jubilados que desde hace un año y medio no han dejado de arribar a la parroquia costera.
Además, están los inversionistas que, en cambio, fueron los primeros en habitar la parroquia, desde hace 25 años.
En esa zona, Foley -quien es escultora y pintora- es contactada para consultas sobre las opciones para vivir en Ecuador de forma tranquila y frente a paisajes naturales.
Foley está ahí desde el 2002 y resume con una frase por qué decidió pasar estos años en Canoa y su propósito de que sigan llegando más foráneos.
“Una parte de mi corazón se quedó en Manabí y sabía que tenía que volver. Aquí todo es paz y tranquilidad, siempre será placentero referir a la gente de Canoa”. Vivió en el valle de Los Chillos y cuando se dio el cambio del sucre al dólar regresó por un corto tiempo a su país. Pero ya no soportaba el intenso frío. El clima soleado y la brisa frente al mar la seducían y a su memoria se le venían esos recuerdos de los rostros humildes y sencillos de sus primeros vecinos.
Así que emprendió su viaje definitivo a esta jurisdicción, donde compró un terreno, a menos de 10 minutos del mar.
Jelle Ooms es de Bélgica, abogado de profesión y quien hace las veces de traductor y de enlace para que otros extranjeros consideren a Canoa en sus planes a futuro.
Él vive hace cuatro años cerca de la renovada iglesia, donde construyó una pequeña casa con caña de bambú.
Dice que los costos de un predio son asequibles. Él adquirió un terreno de 300 metros cuadrados en USD 15 000.
Su vecino, Luis Mero, cuenta que los habitantes consideran como su familia a los extranjeros. Con ellos comparten sus tradiciones, como las comidas y la entrega de productos del mar, sin esperar nada.
Ooms muestra orgulloso un cebiche de pinchagua que Mero le prepara los fines de semana para que lo deguste con su pareja, Mary Salcedo, una ciudadana venezolana.
Los primeros extranjeros que llegaron hace más de dos décadas a Canoa invirtieron en hoteles y bares. Son de Holanda y Noruega y compraron terrenos donde construyeron sitios de diversiones y restaurantes, como el Bambú o el Surf Shack.
También tienen hoteles: La Vista, Hostal Coco Loco, Hotel Wonderland, Canoa Suite, CanoaMar y Finca Verde.
Además, viven en condominios que se construyeron en las zonas de Playa Azul y el sitio Casa Ucraniana.
En esos lugares, incluso, se introdujeron platos de sus países, como las hamburguesas, pizzas, pasta y otros, que tienen alta demanda. En los restaurantes se hacen noches temáticas de acuerdo con la cultura de cada país.
Foley cuenta que de esa forma se mantienen unidos y tratan de conservar sus tradiciones. Ella aprovecha esos espacios para incentivar a los jubilados para que participen en los talleres de pintura en acuarela que dicta. Así conoció a John Fisher, otro jubilado que llegó hace un año y medio.
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