Un viaje al fin del mundo. Unas vacaciones que nunca olvidarán. Los pasajeros del Zaandam, un lujoso buque que les llevaría de crucero a explorar las costas más imponentes de América Latina, no habrían podido jamás imaginar hasta qué punto, y de qué manera tan terrible, se iban a cumplir esas expectativas.
El Zaandam, propiedad de la compañía de cruceros Holland America, es una embarcación de 240 metros de eslora, 716 camarotes, seis restaurantes, casino, spa, dos piscinas, pistas de tenis y de baloncesto, y paredes decoradas con guitarras firmadas por estrellas del rock como Iggy Pop, Eric Clapton o los Rolling Stones, reseñó El País.
El pasado 7 de marzo, una semana antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) calificara de pandemia el brote del nuevo coronavirus, más de 1.200 pasajeros de todo el mundo embarcaban en Buenos Aires para una de sus “travesías de coleccionista”. Del mar de Plata a Ushuaia, en el fin del mundo austral, con parada para visitar a los pingüinos saltarrocas de las islas Malvinas. Tras doblar el cabo de Hornos, rumbo al norte por Chile, cruzar el Canal de Panamá y navegar el Caribe hasta Florida.
Tres semanas después de zarpar, todos los pasajeros estaban confinados en sus camarotes, cuatro habían fallecido por la COVID-19, dos centenares más presentaban síntomas de la enfermedad y, uno detrás de otro, todos los puertos negaban la entrada al barco. El coronavirus había transformado al Zaandam en una cárcel flotante. No era el único. Los cruceros han sido puntos calientes de la pandemia y han contribuido a transportar el virus por medio mundo. Se han confirmado contagios de pasajeros y tripulación, según un estudio de The Washington Post, en al menos 55 de estos buques, casi una quinta parte de la flota global.
El Zaandam, como otros cruceros, se convirtió en un tubo de ensayo que reproducía lo que estaba pasando en tierra firme. Medidas de confinamiento, problemas de abastecimiento, las pruebas que no llegan, los más afortunados asomados a sus balcones, los chats y las llamadas, la tripulación exhausta en el papel de trabajadores esenciales. Pero todos en el mismo barco. Todos deseando regresar a un mundo que ya no sería el mismo.
El coronavirus había provocado la cancelación de algunos viajes en Asia, pero perder a la clientela estadounidense, que constituye más de la mitad de los pasajeros globales, serían palabras mayores. El sector de los cruceros genera 422.000 empleos en Estados Unidos, más de un tercio de ellos en Florida, un Estado clave en las elecciones del próximo 3 de noviembre. La decisión de la industria de seguir navegando semanas después de que, a principios de febrero, se detectara el primer caso de la COVID-19 en una de estas ciudades flotantes en las costas de Japón ha sido, cuando menos, controvertida.
De un mensaje de tranquilidad tras reunirse el vicepresidente Mike Pence con los líderes del sector se pasó, en apenas dos días, a la recomendación oficial de no viajar. “Los ciudadanos estadounidenses, especialmente viajeros con enfermedades, no deberían viajar en crucero”, decía el Departamento de Estado en un mensaje el 9 de marzo. Pero el Zaandam llevaba ya dos días navegando.
Ya entonces, Holland America había cancelado todos sus cruceros. El Zaandam necesitaba desesperadamente encontrar un puerto, pero todos cerraban a medida que el barco se iba acercando. Buena parte del pasaje solo había reservado dos semanas y tenía previsto desembarcar en San Antonio (Chile). Pero tuvieron que seguir todos. Las existencias escaseaban y hubo que detenerse en las inmediaciones de Valparaíso para cargar combustible y provisiones, que cargaron en nueve contenedores desde barcos pequeños, durante dos días.
Los Petrucelli habían reservado un camarote con ventana, pero estaba en los pisos más bajos, cerca del agua, y la ventana no se podía abrir. “Lo más duro es que no teníamos aire fresco”, recuerda. “Teníamos una cama cómoda, un sofá, televisión, y conexión a internet. Nos dejaban en la puerta un carrito con comida tres veces al día. Nunca veíamos a ninguna otra persona. Hacían lo posible para mantenernos felices. Nos daban vino, y nos dejaban crucigramas y sudokus. Llevamos 48 años casados, así que nos conocemos bien. Teníamos cosas que leer, veíamos las noticias, hacíamos estiramientos, él se echaba siestas y yo hablaba con la familia por teléfono. Los dos tomamos medicinas, pero soy previsora y había llevado de sobra”.
Para el martes 24, una treintena de pasajeros y medio centenar de miembros de la tripulación habían informado al modesto centro médico del barco que padecían síntomas. Holland America envió otro de sus buques, el Rotterdam, a encontrarse con el Zaandam. Llevaban 611 nuevos tripulantes adicionales, víveres y pruebas de diagnóstico de COVID-19. Uno de cada siete trabajadores del Zaandam estaba enfermo.
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