La vida de las personas con discapacidad se ha vuelto aún más complicada en épocas de COVID-19 en Ecuador, un país poco amable con la gente con capacidades especiales como Darwin, quien pese a tener severos problemas visuales y auditivos, debió caminar once horas, sin ayuda alguna, por una cita médica.
De 36 años y escasos recursos económicos, Darwin contó a Efe que a finales de abril caminó durante cinco horas desde su casa hasta el hospital público donde tenía asegurada un atención médica y la entrega de los medicamentos para su tratamiento.
Ya en el hospital -donde también se trata a personas con coronavirus-, «me tuvieron de un lado para el otro», contó Darwin, quien esperó dos horas para ser atendido, pese a pertenecer a un grupo prioritario.
Tras una rápida revisión médica, Darwin recibió la medicina y empezó a desandar su camino a casa, adonde llegó luego de otras seis horas a pie: cruzó calles, avenidas y parques con su bastón como única compañía.
Decepcionado comenta que nadie le ayudó pues «por lo que está sucediendo (COVID-19), nadie se arriesga», ni siquiera los policías de los cuatro patrulleros con los que se cruzó en el camino, dice.
EL CORONAVIRUS INTENSIFICA LAS DESIGUALDADES
Para el secretario General de la ONU, António Guterres, la pandemia está intensificando las desigualdades experimentadas por los mil millones de personas con discapacidad del mundo.
Recuerda que incluso en circunstancias normales, las personas con discapacidad tienen menos probabilidades de acceder a la educación, atención médica y oportunidades de ingresos, o participar en sus comunidades.
También tienen más probabilidades de vivir en la pobreza y sufrir mayores tasas de violencia, negligencia y abuso, y enfrentan una falta de información de salud pública accesible.
La ecuatoriana Sandra Esparza, arquitecta especializada en accesibilidad, dijo a Efe que la ya difícil situación de las personas con discapacidad es ahora «terrible» con el COVID-19, y se lamentó de que la normativas y ordenanzas para atender a la gente con discapacidad sólo «estén en papeles».
«Aquellas dádivas que está dando el Gobierno u otras instituciones, no son suficientes», dijo Esparza, mientras Darwin, con 30 % de visión y 50 % de audición, cuestionó el no haber sido tomado en cuenta por la misión estatal «Las Manuelas», que ha atendido a más de 280.000 personas con discapacidad y sus familias.
MAL ANTES, PEOR AHORA
Ecuador ha avanzado lentamente en temas de accesibilidad para personas con discapacidad y, aunque hay rampas en distintas edificaciones, muchas no cuentan con las especificaciones técnicas correctas.
En Ecuador se ven aceras poco amigables para la libre movilización de personas con discapacidad, así como calles, avenidas y espacios públicos sin señalización específica.
«La ciudad realmente es agresiva con las personas con discapacidad porque no está bien diseñada y las adecuaciones que se hacen actualmente incrementan el número de barreras», apuntó la arquitecta con postgrado y máster en Accesibilidad y Diseño Universal en universidades españolas de Cataluña y Jaén.
Y si en circunstancias «normales», todo era cuesta arriba para las personas con discapacidad, la emergencia sanitaria ha dejado ver otros problemas.
¿Qué hace una persona sorda cuando llega a un hospital en busca de ayuda emergente?, se preguntó Esparza al recordar el reciente caso de un médico que -desconociendo la condición de su paciente- le hablaba sin parar aunque éste no escuchaba nada.
Por ello, la experta reclama la colocación de pictogramas, en lugares visibles, que permitan a las personas con discapacidad, informar en primera instancia sobre su condición, y luego expresar sus necesidades, más aún en épocas en que el COVID-19 obliga a un distanciamiento social.
De 56 años, guía en un proyecto de «turismo sensorial» y acostumbrada a desenvolverse sola en Quito pese a su discapacidad visual, María Fernanda San Andrés teme ahora salir de casa pues «la gente se molesta si uno se tropieza o le topa».
«Antes la gente me ayudaba a cruzar la calle, me daban el brazo», recuerda al expresar su esperanza de que se establezca una red de voluntarios para apoyarlos pues, por ejemplo, las señales colocadas en calles, almacenes y bancos para la era post-COVID están pintadas, lo que a ella no le sirve para nada.
María Fernanda vaticina que si debe salir de casa, será en un «estado de nervios absoluto»: «No me gusta que la gente me huya, que se asuste o que me griten. Prefiero no salir», dice a Efe.
Con una profunda discapacidad auditiva, Anita también prefiere quedarse en casa y evitar «frustraciones» pues lee los labios para interactuar, pero ahora ella y el resto usan mascarillas, una indumentaria que la protege del virus pero que le aleja de la sociedad. EFE
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